Un recorrido que es historiaLa estética de nuestra pandemia
16 agosto, 2020
La enfermedad es el comportamiento de un patógeno en su huésped —en el enfermo—, pero también es el comportamiento en los posibles huéspedes: el conjunto de individuos que nos relacionamos de una u otra manera con el padecimiento. Esta condición que puede pasar desapercibida o se asume como parte de la existencia, es un fenómeno social con una carga estética desde la que se media entre la razón y la sensibilidad, para construir la consciencia de esa misma enfermedad.
La estética será la percepción de la belleza o su opuesto, lo no estético. Su estudio. La estética será el ejercicio intelectual y sensible con el que se busca imprimir nociones de belleza a un objeto o a una obra. La ejecución de herramientas para darle dichas nociones a una creación, a un discurso, a una obra plástica, a una composición musical, etcétera. Tanto lo tangible como lo intangible son sujetos de subjetividad y, en consecuencia, de diferentes entendimientos de belleza como de fealdad. La estética es la articulación de las sensibilidades con las que se comparte un discurso racional; sus herramientas empáticas. La estética es nuestra capacidad de interpretar y construir las sensibilidades alrededor de cualquier fenómeno con el que tenemos relación. El objeto de esta interpretación puede ser creado o existente; tenemos una percepción estética de un paisaje, de un cuadro o de una novela.
La teorización de la estética es un campo que tristemente hemos abandonado, algunas imprudencias nos habríamos ahorrado en los últimos años de recordar los planteamientos de Diderot: “Es todo aquello que contiene en sí mismo, el poder de evocar en el entendimiento la idea de relaciones”. O de Hegel: “… entre la razón y la sensibilidad, entre la inclinación y el deber, como conciliador de estos elementos enfrentados en tan enconada lucha y oposición”. Abandonamos su teoría sin desechar lo estético, porque la relación sensible de lo que nos rodea es el vehículo más asequible con el que contamos para entender nuestros entornos.
Se crea una estética de los fenómenos sociales a partir de sus instrumentos de evocación y cómo los interpretamos. De lo que nos dicen ciertas expresiones que tenemos los individuos ante lo externo y con las que lo hacemos interno. A las guerras les damos una connotación estética para situarnos en ellas, a pesar del tiempo. Las evocamos con una estética que aprendimos de la literatura y de la imagen. La política tiene inclinaciones estéticas para cobijarla y transmitir posturas e idearios. También puede creer prescindir de ellas y no encontrar acercamiento sensible a quien quiere llegar, o sólo ser una aproximación sensible vacía de todo menos formas. Así, las enfermedades, como fenómeno social, también contienen una serie de elementos a los que les hemos adjudicado connotaciones para habitarlas más allá de la expresión racional, ya sea médica, científica o sanitaria.
La enfermedad tiene un carácter médico: lo que hace con el cuerpo. La enfermedad tiene características sociales, entre ellas lo estético: la articulación sensorial de lo que hizo o llega a hacer con nuestro cuerpo. Podremos no tener gran conocimiento de la acción de la bacteria que produce la lepra, incluso ignorar por completo las etapas de su avance entre tejidos, pero, a lo largo de la historia casi como con ninguna otra enfermedad, hemos construido una imagen de ella. Aquel viejo apelativo de mala intención a su huésped, el leproso, es en sí una evocación a las sensibilidades a su derredor. El miedo, la fragilidad, la repulsión asociada a ambos; esa muy primitiva reacción de subsistencia. Son las emociones que acompañan a distintos elementos, más o menos racionales, sobre todo la vulnerabilid.
La estética de la lepra ya sea por su constancia literaria desde textos fundacionales a sus representaciones plásticas en cine y pinturas, nos dicen todo lo que imaginamos de ella. Su estética ha llegado a ser tan poderosa que se sitúa por encima de la enfermedad. Para bien o para mal.
La estetización de las enfermedades ha sido tan amplia como es necesario acotar nuestros miedos para entenderlos y tan cruel como alcancen nuestros prejuicios. En ocasiones, la relativización ha idealizado estéticamente algunos padecimientos. La estética de la locura, como si fuera señalable una sola, romantizó afecciones mentales más de lo éticamente apropiado para quienes las padecen. En simultáneo, discursos de genialidad han ocultado la demencia de personajes que pudieron sufrir, mientras otros se aprovecharon de una estética impuesta para contar con fueros que en otras situaciones habrían sido reprochables.
Peste, cólera, viruela, poliomielitis, sífilis, todas han contado con una percepción estética que se alimenta de los miedos, prejuicios y racionalidad, explota retóricas, reduce las condiciones reales y eventualmente hace menos excepcionales las enfermedades.
Recuerdo a fin de la década de los ochenta, la violencia en el juicio al que fueron sometidas las lesiones dermatológicas más simples. En medio de la desinformación alrededor del VIH, a los sarcomas de Kaposi, una lesión en la piel, se les adjudicó una especie de estética del VIH. Su presencia quiso ocupar el peso de lo médico en quienes no eran médicos, la forma se estableció como elemento de juicio de valor.
Cada construcción estética que rodee una enfermedad estará relacionada con su tiempo y sus acepciones cambiarán a través de él. Las ilustraciones de sangrados en la epidemia de peste negra de la Europa medieval, hoy pueden ser percibidas como referencias históricas que no acongojarán como tampoco lo hacen las máscaras de pájaros que usaron los médicos de su tiempo. Sin embargo, esas máscaras junto a los bubones y hemorragias de la pandemia terminaron por articular su estética. Así se ve, así es, podría insinuar el poco prudente y la prudencia nunca ha acompañado bien al miedo. En lo más primitivo de nuestra condición, muchas veces no sabemos dejar de serlo.
Las expresiones estéticas de la enfermedad se encuentran en cómo nos relacionamos con los síntomas, en cómo reaccionamos ante la presencia de la enfermedad en sí, en la retórica alrededor de ella, en el cruel juego entre belleza, su ausencia y el constructo de imágenes, tanto plásticas como discursivas que provoca.
Nuestra pandemia, la de una época que creyó ser inmune a las enfermedades a gran escala, permite por lo menos cuatro apuntes estéticos. Nuestra relación con la muerte, la búsqueda por la asepsia en la convivencia y las anacronías en su manejo político y discursivo.
La muerte en medio de una pandemia, a causa o no de ella, pervierte la naturaleza social de morir. Imágenes del deterioro y la lucha del enfermo no abundan en los recuerdos de sus cercanos. El aislamiento obligado para evitar el contagio arrebata la cercanía del vivo con el enfermo y viceversa. Impone distancia y adelanta el ritual sin religiosidad que tiene el duelo. Siempre se muere en soledad, pero esa soledad en un caso distinto al ocasionado por una pandemia no tiene acento similar en la comunidad, que comparte los temores y tiene que esperar por el derecho a despedirse de padres, parejas e hijos. La estética de la muerte en nuestra pandemia no es nueva, pero COVID-19, esta enfermedad de nombre tontamente melódico y escaso de lírica nos quitó la confianza que habían dejado construir la ciencia, la tecnología y nuestros esfuerzos civilizatorios. Las imágenes de empleados funerarios depositando féretros sin público, son la postal de nuestra fragilidad. La de quienes seguimos sanos o superamos al virus.
Mascarillas médicas o improvisadas, caretas de plástico translúcido, guantes plásticos cubriendo las manos de clientes al adquirir alimentos; rostros marcados en el personal sanitario que usa protecciones hasta el cansancio de su piel, son los elementos que dan la estética de esta nueva enfermedad. Son la mezcla de los avances de lo que podríamos llamar modernidad, con el impulso más básico de resguardo. La gente que puede sale a la calle cubierta en expresión de temor, encomendando su seguridad a un trozo de textil que anula identidades. Sus ojos sobresaliendo que ven al resto como amenaza. Gente que no cuenta con los recursos del resguardo, ha traído a la pandemia de inicios del XXI una estética de la desigualdad que muchos asumieron superada. Mejoramos desde las pandemias históricas y sería irresponsable afirmar que, en el siglo XIV, la pobreza y la peste convivían en condiciones mejores a las de nuestros días, sólo que el rostro de la miseria sanitaria no debía de encontrarse en el fracaso de nuestros logros.
La enfermedad como comportamiento hacia ella muestra nuestra precariedad política. A estas alturas debíamos ser capaces de un discurso —por desgracia frecuente desde Brasil a México, pasando por Ecuador y algunos países de Europa—, que no alentara la xenofobia, minimizara la fragilidad o recurriera a inclinaciones religiosas, tradicionales o reminiscencias del pensamiento menos elaborado del siglo XX. Ambas extremadamente parecidas para quien vivió los experimentos sociales de esta larga época, en la que convergen los años dorados de las ideologías con la enfermedad, la ciencia y el anquilosamiento de la nostalgia por un futuro que nunca existió. Si esta pandemia ha permitido que afloren retóricas que empatan con facilidad un virus y conceptos como el neoliberalismo, comunismo, lucha de clases o autoritarismo, no es que estos no sean vigentes en la conciencia política actual, sino que su vigencia está posiblemente mal colocada e intenta sustituir la falta de imaginación.
Quizá el único planteamiento de estética pura que se permite por carente en el COVID-19 está en su nombre. No es que la peste o la melancolía sean palabras de belleza a prueba de subjetividades, pero el acrónimo de nuestro virus permite y obliga a artículos académicos antes que a un gran ensayo literario. La enfermedad es también ejemplo de lo que pensábamos en la salud.
Un recorrido de nuestra historia
La estética de nuestra pandemia
La enfermedad es el comportamiento de un patógeno en su huésped —en el enfermo—, pero también es el comportamiento en los posibles huéspedes: el conjunto de individuos que nos relacionamos de una u otra manera con el padecimiento. Esta condición que puede pasar desapercibida o se asume como parte de la existencia, es un fenómeno social con una carga estética desde la que se media entre la razón y la sensibilidad, para construir la consciencia de esa misma enfermedad.
La estética será la percepción de la belleza o su opuesto, lo no estético. Su estudio. La estética será el ejercicio intelectual y sensible con el que se busca imprimir nociones de belleza a un objeto o a una obra. La ejecución de herramientas para darle dichas nociones a una creación, a un discurso, a una obra plástica, a una composición musical, etcétera. Tanto lo tangible como lo intangible son sujetos de subjetividad y, en consecuencia, de diferentes entendimientos de belleza como de fealdad. La estética es la articulación de las sensibilidades con las que se comparte un discurso racional; sus herramientas empáticas. La estética es nuestra capacidad de interpretar y construir las sensibilidades alrededor de cualquier fenómeno con el que tenemos relación. El objeto de esta interpretación puede ser creado o existente; tenemos una percepción estética de un paisaje, de un cuadro o de una novela.
La teorización de la estética es un campo que tristemente hemos abandonado, algunas imprudencias nos habríamos ahorrado en los últimos años de recordar los planteamientos de Diderot: “Es todo aquello que contiene en sí mismo, el poder de evocar en el entendimiento la idea de relaciones”. O de Hegel: “… entre la razón y la sensibilidad, entre la inclinación y el deber, como conciliador de estos elementos enfrentados en tan enconada lucha y oposición”. Abandonamos su teoría sin desechar lo estético, porque la relación sensible de lo que nos rodea es el vehículo más asequible con el que contamos para entender nuestros entornos.
Se crea una estética de los fenómenos sociales a partir de sus instrumentos de evocación y cómo los interpretamos. De lo que nos dicen ciertas expresiones que tenemos los individuos ante lo externo y con las que lo hacemos interno. A las guerras les damos una connotación estética para situarnos en ellas, a pesar del tiempo. Las evocamos con una estética que aprendimos de la literatura y de la imagen. La política tiene inclinaciones estéticas para cobijarla y transmitir posturas e idearios. También puede creer prescindir de ellas y no encontrar acercamiento sensible a quien quiere llegar, o sólo ser una aproximación sensible vacía de todo menos formas. Así, las enfermedades, como fenómeno social, también contienen una serie de elementos a los que les hemos adjudicado connotaciones para habitarlas más allá de la expresión racional, ya sea médica, científica o sanitaria.
La enfermedad tiene un carácter médico: lo que hace con el cuerpo. La enfermedad tiene características sociales, entre ellas lo estético: la articulación sensorial de lo que hizo o llega a hacer con nuestro cuerpo. Podremos no tener gran conocimiento de la acción de la bacteria que produce la lepra, incluso ignorar por completo las etapas de su avance entre tejidos, pero, a lo largo de la historia casi como con ninguna otra enfermedad, hemos construido una imagen de ella. Aquel viejo apelativo de mala intención a su huésped, el leproso, es en sí una evocación a las sensibilidades a su derredor. El miedo, la fragilidad, la repulsión asociada a ambos; esa muy primitiva reacción de subsistencia. Son las emociones que acompañan a distintos elementos, más o menos racionales, sobre todo la vulnerabilidad.
La estética de la lepra ya sea por su constancia literaria desde textos fundacionales a sus representaciones plásticas en cine y pinturas, nos dicen todo lo que imaginamos de ella. Su estética ha llegado a ser tan poderosa que se sitúa por encima de la enfermedad. Para bien o para mal.
La estetización de las enfermedades ha sido tan amplia como es necesario acotar nuestros miedos para entenderlos y tan cruel como alcancen nuestros prejuicios. En ocasiones, la relativización ha idealizado estéticamente algunos padecimientos. La estética de la locura, como si fuera señalable una sola, romantizó afecciones mentales más de lo éticamente apropiado para quienes las padecen. En simultáneo, discursos de genialidad han ocultado la demencia de personajes que pudieron sufrir, mientras otros se aprovecharon de una estética impuesta para contar con fueros que en otras situaciones habrían sido reprochables.
Peste, cólera, viruela, poliomielitis, sífilis, todas han contado con una percepción estética que se alimenta de los miedos, prejuicios y racionalidad, explota retóricas, reduce las condiciones reales y eventualmente hace menos excepcionales las enfermedades.
Recuerdo a fin de la década de los ochenta, la violencia en el juicio al que fueron sometidas las lesiones dermatológicas más simples. En medio de la desinformación alrededor del VIH, a los sarcomas de Kaposi, una lesión en la piel, se les adjudicó una especie de estética del VIH. Su presencia quiso ocupar el peso de lo médico en quienes no eran médicos, la forma se estableció como elemento de juicio de valor.
Cada construcción estética que rodee una enfermedad estará relacionada con su tiempo y sus acepciones cambiarán a través de él. Las ilustraciones de sangrados en la epidemia de peste negra de la Europa medieval, hoy pueden ser percibidas como referencias históricas que no acongojarán como tampoco lo hacen las máscaras de pájaros que usaron los médicos de su tiempo. Sin embargo, esas máscaras junto a los bubones y hemorragias de la pandemia terminaron por articular su estética. Así se ve, así es, podría insinuar el poco prudente y la prudencia nunca ha acompañado bien al miedo. En lo más primitivo de nuestra condición, muchas veces no sabemos dejar de serlo.
Las expresiones estéticas de la enfermedad se encuentran en cómo nos relacionamos con los síntomas, en cómo reaccionamos ante la presencia de la enfermedad en sí, en la retórica alrededor de ella, en el cruel juego entre belleza, su ausencia y el constructo de imágenes, tanto plásticas como discursivas que provoca.
Nuestra pandemia, la de una época que creyó ser inmune a las enfermedades a gran escala, permite por lo menos cuatro apuntes estéticos. Nuestra relación con la muerte, la búsqueda por la asepsia en la convivencia y las anacronías en su manejo político y discursivo.
La muerte en medio de una pandemia, a causa o no de ella, pervierte la naturaleza social de morir. Imágenes del deterioro y la lucha del enfermo no abundan en los recuerdos de sus cercanos. El aislamiento obligado para evitar el contagio arrebata la cercanía del vivo con el enfermo y viceversa. Impone distancia y adelanta el ritual sin religiosidad que tiene el duelo. Siempre se muere en soledad, pero esa soledad en un caso distinto al ocasionado por una pandemia no tiene acento similar en la comunidad, que comparte los temores y tiene que esperar por el derecho a despedirse de padres, parejas e hijos. La estética de la muerte en nuestra pandemia no es nueva, pero COVID-19, esta enfermedad de nombre tontamente melódico y escaso de lírica nos quitó la confianza que habían dejado construir la ciencia, la tecnología y nuestros esfuerzos civilizatorios. Las imágenes de empleados funerarios depositando féretros sin público, son la postal de nuestra fragilidad. La de quienes seguimos sanos o superamos al virus.
Mascarillas médicas o improvisadas, caretas de plástico translúcido, guantes plásticos cubriendo las manos de clientes al adquirir alimentos; rostros marcados en el personal sanitario que usa protecciones hasta el cansancio de su piel, son los elementos que dan la estética de esta nueva enfermedad. Son la mezcla de los avances de lo que podríamos llamar modernidad, con el impulso más básico de resguardo. La gente que puede sale a la calle cubierta en expresión de temor, encomendando su seguridad a un trozo de textil que anula identidades. Sus ojos sobresaliendo que ven al resto como amenaza. Gente que no cuenta con los recursos del resguardo, ha traído a la pandemia de inicios del XXI una estética de la desigualdad que muchos asumieron superada. Mejoramos desde las pandemias históricas y sería irresponsable afirmar que, en el siglo XIV, la pobreza y la peste convivían en condiciones mejores a las de nuestros días, sólo que el rostro de la miseria sanitaria no debía de encontrarse en el fracaso de nuestros logros.
La enfermedad como comportamiento hacia ella muestra nuestra precariedad política. A estas alturas debíamos ser capaces de un discurso —por desgracia frecuente desde Brasil a México, pasando por Ecuador y algunos países de Europa—, que no alentara la xenofobia, minimizara la fragilidad o recurriera a inclinaciones religiosas, tradicionales o reminiscencias del pensamiento menos elaborado del siglo XX. Ambas extremadamente parecidas para quien vivió los experimentos sociales de esta larga época, en la que convergen los años dorados de las ideologías con la enfermedad, la ciencia y el anquilosamiento de la nostalgia por un futuro que nunca existió. Si esta pandemia ha permitido que afloren retóricas que empatan con facilidad un virus y conceptos como el neoliberalismo, comunismo, lucha de clases o autoritarismo, no es que estos no sean vigentes en la conciencia política actual, sino que su vigencia está posiblemente mal colocada e intenta sustituir la falta de imaginación.
Quizá el único planteamiento de estética pura que se permite por carente en el COVID-19 está en su nombre. No es que la peste o la melancolía sean palabras de belleza a prueba de subjetividades, pero el acrónimo de nuestro virus permite y obliga a artículos académicos antes que a un gran ensayo literario. La enfermedad es también ejemplo de lo que pensábamos en la salud.