Manejando nuestro cuerpo desde la menteLa autogestión corporal ¿Un espejismo?

Manejando nuestro cuerpo desde la mente

La autogestión corporal ¿Un espejismo?

2 agosto, 2020 Desactivado Por Viviana Peña Balladares

 

Delgadez, belleza, flexibilidad, agilidad para el trabajo y para el placer, son las metas individuales de quienes toman el cuerpo en sus manos. Decidir sobre sus cuerpos es arbitrar sus propias vidas. Este es el mensaje de uno de los filmes más emblemáticos de la década de los ochenta. Flashdance (1983) muestra, parafraseando a Alejandra Kollontai (1972) a la mujer nueva y la moral sexual que se pretende reconocer hacia finales del siglo XX, poseedora de un cuerpo que ella misma controla. Se desarrolla en la ciudad industrial de Pittsburgh en USA, la protagonista es una chica que arduamente trabaja para ganarse la vida desempeñando una labor antes solamente aceptada para los hombres como es el oficio de soldador. Vive sola, es independiente, no requiere la ayuda de nadie y por las noches baila en un bar para ejercitar sus rutinas. Su deseo es ingresar en una reconocida academia de danza y se somete a ejercicios y disciplinas férreas que ella misma diseña para mantener la elasticidad de sus movimientos y la firmeza de sus músculos. Exhibe su cuerpo sin falso pudor, ejerce su sexualidad libremente. Recuperar el cuerpo es recuperar el yo, tal como lo habían reivindicado las feministas de los setenta. Esta nueva mujer es la que se hace a sí misma.

De este modo, los años ochenta inauguraron la noción del cuerpo como una confección de sí mismo convirtiéndose en uno de los objetivos personales más relevantes en las sociedades postindustriales. En un contexto de crisis e incertidumbres, el cuerpo de los sujetos representaba algo más que sus capacidades físicas, adquirió una importante significación para su propia existencia al tener la posibilidad de construirse de la manera en la que le gustaría ser. La protagonista del filme narrado aquí, muestra claramente que en las sociedades contemporáneas lo individual responsabilidad del propio actor. Disciplina corporal, para el baile de la vida; esfuerzo y trabajo para lograr el éxito y la fama.

Bajo un tipo de relaciones sociales en las que el Estado parce haber dejado el campo libre al mercado para ejercer poder y control sobre los individuos, no solo se promovía el ejercicio y la preparación física para lucir jóvenes, bellos y exitosos, lo exigía como una condición de felicidad. Indudablemente, la preocupación por el cuerpo y su apropiación, han significado un avance al considerar la identidad como un proyecto, a la vez que hace evidente la presencia del cuerpo como parte fundante de la subjetividad y subraya su perfil de producto social, sin embargo, como metáfora cultural, el cuerpo representa lo paradójico de las sociedades actuales, pues observamos un mayor control sobre los individuos y sus cuerpos, así como un desprecio por la carnalidad de los sujetos.

Fue a partir de los años ochenta y hasta nuestros días que la inquietud por el cuerpo se exacerba. Las mujeres suponen que sus cuerpos la única verdad de su ser, su muy personal espacio de decisión y acción. La ciencia y las actuales prácticas corporales han permitido que en las sociedades contemporáneas el cuerpo de los sujetos represente algo más que sus capacidades físicas, que adquiera una importante significación para la autogestión de la propia existencia al tener la posibilidad de construirse a la medida de sus deseos. En la concepción actual del sujeto, el cuerpo es una creación más de la empresa personal. La sociedad prepara y alienta a los individuos para procurarse un cuerpo que ostente juventud, delgadez y sensualidad; en tanto que debemos rechazar el cuerpo decadente, envejecido o discapacitado.

Las experiencias corporales de las mujeres, en relación a su apariencia, han sido exploradas desde las prácticas más cotidianas de belleza, los tratamientos para adelgazar y las modas; la reciente «epidemia» de los desórdenes alimenticios (bulimia y anorexia), así como la cirugía cosmética. Los estudios culturales, desde una perspectiva feminista, han promovido la investigación sobre la representación del cuerpo femenino en el cine y la televisión, mostrando la manera en la que los medios de comunicación «normalizan» a las mujeres presentando imágenes del cuerpo femenino como glamorosamente opulento, imposiblemente delgado e invariablemente blanco ( Davis, 1997).

En nuestras sociedades actuales, la búsqueda de la belleza y la perfección ha desplegado una de las industrias más exitosas. Los cosméticos, los tratamientos, las clínicas y salas de belleza, llamadas «estéticas», así como las modificaciones faciales y corporales, son constitutivas del dispositivo de la corporalidad; son un conjunto de prácticas complejas que, por un lado, podemos considerar como alegorías de la reapropiación de los cuerpos y formas de expresión de la consabida auto-creación de la identidad, y por otro como mecanismos disciplinarios en el proceso de controlar los cuerpos. Es innegable la popularidad de dichas prácticas y el aumento de consumidores de este tipo de servicios, no obstante, la proliferación de intervenciones quirúrgicas encaminadas a modificar los cuerpos de mujeres y hombres en busca de la perfección y la belleza, generan algunos interrogantes: ¿Cómo definir el impacto de las modificaciones corporales en la identidad y subjetividad de las personas? ¿Hasta dónde, tales modificaciones, obedecen a las decisiones autónomas de los sujetos? ¿En qué medida podemos considerarlo un acto de normalización más que de embellecimiento?

Indudablemente, en términos de la modernidad, las modificaciones corporales implican un «desafío a la «naturaleza» y un triunfo de la ciencia y la cultura. Sin embargo, también revelan la paradoja de apelar a las normalidades establecidas desde la cultura, justificadas por un discurso de lo natural y lo biológico, es decir, las alteraciones a la corporalidad son un reto a los procesos de naturalización del género, podemos confirmar lo anterior al observar que las operaciones realizadas en los cuerpos de las mujeres, regularmente tienden a enfatizar, en las primeras, los rasgos de la feminidad, es decir, aumentar el tamaño de senos, de los glúteos y se afinan los rasgos faciales; en el caso de los varones, se aumentan los pectorales y bíceps, se aplican injertos en la cabellera o se aplican prótesis en el pene. Contradicción que se hace evidente en el caso de las operaciones de reasignación sexual que responden a la argumentación quienes se practican este tipo de intervenciones, de haber nacido «en el cuerpo equivocado».

Las prácticas de belleza como la cirugía cosmética, en su carácter normalizador, también han trazado la interconexión entre racismo y cuerpo, mostrando cómo los modelos de belleza han sido centrales para los procesos de exclusión y discriminación. A principios del siglo XIX, los científicos justificaron la expansión colonial con argumentos biológicos acerca de la superioridad de los tipos raciales europeos. Las diferencias raciales han desentrañado la definición de la «otredad», el poder y las jerarquías también entre las mujeres. Por ejemplo, la piel blanca y luminosa, base del ideal femenino de la belleza occidental es una aspiración de las mujeres de piel obscura, nariz ancha y cabello rizado (Davis, 1997). La «representación» de la mujer que incluye a todas las mujeres blancas occidentales requiere de una «otra» u «otras»: las mujeres de color y las mujeres de los países no occidentales, indígenas, mestizas, mulatas, asiáticas. Entender la diferencia a partir del sexo biológico y/o la «raza» legitima las desigualdades sociales que se establecen como inmutables porque se sustentan en la «naturaleza» y van de la mano con el esencialismo y la homogeneización.