"LA CASA DE LOS CONEJOS"La ficción se nutre del universo de la infancia para narrar las dimensiones de la dictadura militar
21 septiembre, 2021
Tanto desde el cine como desde la literatura diversos autores ponen el foco en la experiencia de niños y niñas en torno de ese período de la historia argentina y contribuyen a generar nuevas preguntas y matices sobre la muerte y la tortura que imperaron en ese momento.
El próximo estreno de la película «La casa de los conejos», la novela de Laura Alcoba que significó uno de los primeros libros en abordar la dictadura cívico militar desde la voz de una niña, reactualiza la potencia de las infancias y la ficción como posibilidad de habitar la contradicción y la inocencia en las dimensiones del horror, tal como recorren una serie de obras que ponen el foco en la experiencia de niños y niñas y contribuyen a generar nuevas preguntas y matices a ese momento histórico en el que se industrializó la maquinaria de tortura y muerte en nuestro país.
El film que dirige Valeria Selinger y que se podrá ver desde el próximo 21 de octubre se inscribe en una cartografía de libros y películas que desplazan el foco de los adultos y miran desde los ojos -y los cuerpos- de las infancias para narrar un tiempo doloroso: Benjamín Ávila con la película «Infancia clandestina», Alcoba con «La casa de los conejos» junto con Raquel Robles, Julián López y Ángela Pradelli son algunos de los cineastas y escritores que indagaron en este tiempo que fue más hablado por los adultos que por los niños.
¿Volver a mirar desde las infancias supone una política de escritura en el sentido de que aporta posibilidades para releer un tiempo histórico que sobre todo fue leído desde el mundo de los adultos? Para la escritora Raquel Robles, «ver el mundo desde la perspectiva de las infancias nos podría ayudar a entender mejor nuestra historia. Toda la historia. Porque en el cuerpo de les niñes es donde las huellas de los acontecimientos marca el camino que las sociedades seguirán».
«Ver el mundo desde la perspectiva de las infancias nos podría ayudar a entender mejor nuestra historia».
RAQUEL ROBLES
«Si pudiéramos entender esto entonces miraríamos con otra atención a les niñes de nuestras comunidades. Si los genocidas hubieran entendido esto hubieran podido prever que no iba a haber impunidad. Al menos no impunidad absoluta», dice Robles, una de las fundadoras de H.I.J.O.S, escritora y autora de «Pequeños combatientes» (Alfaguara), novela con la que incurrió en la infancia para retomar la memoria desde la mirada de los hijos de desaparecidos y que comienza así de contundente: «Yo sabía que estábamos en guerra, que había habido alguna clase de combate y que ellos estarían en alguna prisión helada peleando por su vidas».
«Un niño no es alguien que entiende su realidad, su contexto y opera en función de ese contexto pero eso no le quita la capacidad de inocencia».
BENJAMÍN ÁVILA
Como en esa novela publicada en 2013 en la que Robles narra la experiencia, la angustia, la espera y hasta lo fantasioso de la imaginación infantil desde la perspectiva de una hija de padres militantes secuestrados, también hay otra significativa producción ficcional de libros y películas que restituyen la mirada de las infancias no solo en su condición de hijos de militantes sino como sujetos que no pueden escindirse del contexto de su época, atravesado por el disciplinamiento, el miedo, el silencio. ¿Qué perspectivas expanden, entonces, estas voces en los procesos de memoria? En 2008 Laura Alcoba publicó «La casa de los conejos» (Edhasa), un libro disruptivo que se posicionó desde la mirada infantil para reponer o revisar la experiencia cotidiana en los procesos de memoria, a partir de la voz de una niña de siete años que vive en la clandestinidad en una casa operativa de Montoneros: «Mi padre y mi madre esconden ahí arriba periódicos y armas, pero yo no debo decir nada. La gente no sabe que a nosotros, sólo a nosotros, nos han forzado a entrar en guerra», escribe la narradora en una parte del libro.
En una línea similar con Alcoba, quien en la dictadura se exilió junto a su mamá en Francia donde está radicada desde los diez años, también el cineasta Benjamín Ávila tomó hechos vividos en los primeros años de su historia para construir ya no un libro sino una película, «Infancia clandestina» protagonizada por Juan, de once años. «Ver una historia a través de los ojos de una niña o un niño es que está atravesada por la inocencia, le quita el peso de la construcción adulta para otorgarle el manto de inocencia a priori. Inocencia que no es ingenuidad, un niño no necesariamente es ingenuo. Es alguien que entiende su realidad, su contexto y opera en función de ese contexto pero eso no le quita la capacidad de inocencia», dice el cineasta.
En su opinión, la narración desde la perspectiva infantil y ese «manto de inocencia» genera «una pregunta que posibilita generar una mirada diferente sobre lo que ya está establecido». A partir de Juan (Teo Gutiérrez Moreno), que recién llega del exilio en Cuba y afronta una vida clandestina junto a su familia, «Infancia clandestina» genera «nuevas preguntas porque el punto de vista está contado desde Juan que es el protagonista que vive desde adentro la dictadura, la clandestinidad, por lo tanto tiene la capacidad de ser crítico y adorar o amar a su familia al mismo tiempo».
En este sentido, la película -la segunda en la obra del autor- «viene a proponer una nueva mirada porque desnaturaliza y plantea la perspectiva íntima de la historia. Ahí está el gris, ese foco en lo que no es ni absoluto ni el vacío y está en este lugar que se humaniza. Somos seres humanos que tenemos nuestras propias contradicciones y en esas contradicciones vivimos, la película narra en el padre, en la abuela, en el niño mismo ese gris donde el amor y la locura puede estar al mismo tiempo».
Valeria Selinger también es cineasta y el 21 de octubre estrena en Argentina el film «La casa de los conejos», una adaptación que en palabras de Alcoba es «fiel al libro en sus grandes líneas, pero con elementos y aportes personales de Valeria Selinger» y con «escenas muy bellas que no corresponden a escenas precisas del libro pero sí a su universo mental», destaca, por su parte, la escritora.
Para la cineasta, «en la adultez uno puede recorrer muchas vidas distintas. La infancia es en cambio solo una. A la niña de mi película la quitan de la escuela y tiene que jugar con los adultos que tiene a mano. Ese es su cotidiano por lo tanto eso es lo que la nutre y con lo que se identifica. Allí quedarán entonces sus recuerdos de infancia. Como calculo le ocurrió a Laura Alcoba al vivir esta historia en la casa de la calle 30».
Quizá en la mirada de la infancia se expresa mejor que nada esa experiencia de la cotidianidad, el registro donde lo no dicho adquiere sentidos acaso no tan racionalizados por la mirada adulta y capaces de pintar otros matices. En esa búsqueda apuntó Selinger con la adaptación de «La casa de los conejos»: «Quise basarme en hechos de cada día, sin exacerbar al acto politizado o al discurso de la época, solo contextualizando con esos elementos para después quedarme tan solo en lo cotidiano. Se trata de la vida de una niña que le toca vivir en este contexto y época y que sabe muy bien donde está el peligro y por qué no tiene que decir cuál es su apellido».
Pero esa voz que en la película y el libro toma el personaje de la niña también es una voz silenciada en lo colectivo, más allá de la pertenencia o militancia política porque «para los chicos que crecimos en dictadura era normal tener que callarnos. Era normal saber cosas que incluso ciertos adultos no sabían o no querían saber. Y la televisión fue clave: las publicidades y propagandas de los militares o de quienes los apoyaban eran siniestras, transmitían mucha culpabilidad. Pienso en la del perrito Toby, que era algo estatal para que uno no abandone a su perro durante las vacaciones. Justo en el momento en que ellos se ocupaban de hacer desaparecer gente», dice.
Con Mora Iramain García, de ocho años, como protagonista y las actuaciones de Darío Grandinetti, Miguel Ángel Solá, Guadalupe Docampo, Paula Brasca y Patricio Aramburu, entre otros, la directora argentina radicada en Francia adaptó al cine la obra de la escritora exiliada con su familia en el mismo país desde 1979.
A Selinger el libro la condujo directamente a su infancia: «Al leerlo imaginé enseguida una película que tenía mucho que ver conmigo. Es un libro que permite que el lector reencuentre sus propias vivencias mediante la lectura, como un espejo. Lo que más llama de la historia es el silencio de esa niña inmersa en medio de adultos con vidas desmedidas. Y también obviamente la necesidad de restablecer la identidad de los bebés robados, de encontrar a Clara Anahí, por ejemplo», explica en referencia a la niña apropiada por la última dictadura militar cuando tenía tres meses de vida en la vivienda del matrimonio Mariani-Teruggi funcionó como una casa operativa de la agrupación Montoneros en la La Plata.
¿Cómo llevar esa historia al cine? «Lo más difícil tal vez para relatar desde la mirada de la niña fue pensar cómo o hasta donde dejar de lado a esos adultos en los planos. Y justamente terminé incluyéndolos más de lo que tenía pensado. Creo que porque representan gente real, historias reales. Eso merece un gran respeto y es difícil entonces aplicar una mirada de niña puramente infantil a nivel de recursos estilísticos… si bien la película narra finalmente claramente desde esa mirada infantil», relata.
Poeta y escritor, Julián López es un no H.I.J.O. que decidió escribir desde ese lugar de enunciación la novela «Una muchacha muy bella» (Eterna Cadencia) donde aborda el mundo de la infancia en la década del 70 en una atmósfera que, en forma directa o indirecta, respira violencia y cuyo narrador es un niño o no. «La escritura me empuja a pensar, con absoluta brutalidad, en términos de perspectivas y no de personas. Lo que a mí me interesa es cómo mira el que mira, no cómo es y ni siquiera qué es lo que mira», señala.
«Lo que puedo pensar en relación con la escritura -agrega- es que siempre la preocupación es que esté viva de alguna manera, que sea capaz de hablarle a alguien, de poner esa maquinaria manipuladora y mentirosa al servicio de lo que el escritor no puede saber pero puede arriesgar. Hay un montón de gente que estudia muy responsablemente la cuestión de la literatura y las infancias, no es mi caso. Yo solo supe que no tenía que aflautar la voz de mi protagonista, que no tenía que hacerlo hablar como un niño».
«¿Tiene algo para decir esa herida?/Leo las palabras que se resguardan allí,/ hacen y deshacen los días,/ escriben lo que quieren./ El dios del lenguaje lo dice en cada esquina:/ cuidá ese dolor, nena,/ que no se rinda,/ que nadie lo haga pólvora/ no dejes que lo hagan/ cenizas./El cuerpo del dolor, dice ese dios en su lengua,/como las historias de los sueños,/tiene su vida propia y te abraza siempre». Este poema, que compone un libro que todavía no se publicó, lo escribió Ángela Pradelli para intentar responder una pregunta que la moviliza hace tiempo en torno al dolor que hace trauma: «¿Cómo caminar con la vida rota en mil astillas, hacia dónde ir, en quién confiar?».
Pradelli es la autora «La respiración violenta del mundo» (Emecé), novela protagonizada por una niña, Emilia, que tiene 5 años cuando secuestran a su mamá y a su papá y ella queda sola una madrugada en esa casa violentada de Burzaco. «La historia es tan tremenda que ella, por su edad, no hubiese tenido las palabras para contarla, y por eso entonces me pegué a ella para narrar lo más cerca posible de su cuerpo, es decir, desde el modo en que sus ojos miraban, o cómo se movían sus pies o se quedaban plantados en la tierra, en fin, todo su cuerpo», dice la escritora.
«La historia es tan tremenda que ella, por su edad, no hubiese tenido las palabras para contarla».
ÁNGELA PRADELLI
Antes de esa historia, Pradelli había escrito el libro «En mi nombre/ Historias de identidades restituidas» con testimonios de personas nacidas en cautiverio o apropiadas desde su muy chiquitas. «Estoy convencida que sin ese libro yo no hubiese podido escribir ´La respiración.., lo digo no solo por las atmósferas, los diálogos, sino al modo en que esas niñas y niños tuvieron que enfrentarse al secuestro, de sus cuerpos, sus historias, sus identidades, sus juguetes, toda su vida hasta ese momento».
Si bien «todos los casos eran muy distintos», sin embargo, repasa la escritora, «al narrar sus infancias, se detenían allí, en ese tramo de sus vidas, de una manera especial. Aun cuando narraban escenas en las que habían sentido cierta felicidad, allí aparecía algo que no tenía que ver sólo con el trauma, que ya sabemos que es para siempre. Cuidar el dolor, sobre todo aquellos dolores de la infancia, es para mí una de los pliegues de la sabiduría. ¿Qué es cuidar un dolor, qué implica? Protegerlo de todas las formas de violencia que lo quieran silenciar, negar, aniquilar. Les niñes sienten el dolor de una forma muy genuina, no lo intelectualizan, no hacen especulaciones. Es como si un animal feroz les estuviera mordiendo una pierna, el pecho, la espalda, todo junto».