María Victoria Guzmán:El rol del Arte en tiempo de pandemia
31 mayo, 2020
En estos días extraños mucho se ha dicho y escrito sobre la importancia – incluso la necesidad- del arte en medio de esta de crisis sanitaria, social y económica. Una lectura rápida de diarios y revistas, nacionales e internacionales, conduce a frases grandilocuentes, demandantes, simplistas. “Son los únicos que no pueden callar”, “el arte nos salvará”, o el titular “El arte planta la cara al Coronavirus”. Más aún, llama la atención que la gran mayoría de quienes hacen esas afirmaciones no son ellos mismos artistas. ¿Cómo llegamos al punto de exigir tanto? ¿De qué forma imaginamos que un sector tan precarizado podría “plantar cara” a un virus?
La obsesión por atribuir una utilidad tangible al arte se remonta al Thatcherismo y su obsesión con la economía en los años 80, cuando Arts Council England comisionó a John Myerscough la redacción de un informe gubernamental sobre la importancia económica de las artes. Esto marca un profundo cambio en las políticas públicas culturales: atrás quedan los días en que las artes se consideraban por su valor cultural, o como artefactos civilizadores y educadores. El reporte de Myerscough argumentó que las artes debían financiarse en razón de su valor económico, con lo cual comienza a condicionarse la entrega de fondos para iniciativas culturales al impacto social de cada obra o proyecto. La pregunta pasa a ser cuánto capital pueden generar, cuántos trabajos crear, cuántos barrios marginalizados regenerar. Para ser financiada por el Estado, una artista debía demostrar su utilidad, ya fuera disminuir el alcoholismo, prevenir la delincuencia, o contribuir al bienestar mental, la cohesión social, y la unidad nacional. En una sociedad obsesionada con la economía, esto era fácil de entender para gobiernos fanáticos de la austeridad fiscal; y en situaciones así, la única forma de justificar el arte es considerando a trabajadores y trabajos de arte como herramientas de desarrollo social y económico.
Han pasado más de 30 años y las ideas de Myerscough persisten, tanto en las políticas públicas de Chile como en nuestro inconsciente colectivo. Hoy consideramos, incluso sin darnos cuenta, al artista como un commodity de esta sociedad del espectáculo: un producto listo para ser consumido, digerido y olvidado, pasando rápidamente al siguiente. Un ciclo extractivista propio de nuestro sistema neoliberal, donde el recurso a ser explotado es la persona misma. Es el argumento detrás de exigir al arte cualidades terapéuticas o relajantes, una distracción para personas ocupadas que tienen que rendir. Ya es de por sí suficientemente desalentador cuando el arte se reconfigura como una herramienta para aumentar la productividad, tal como se configura el termostato de una oficina a una cierta temperatura para hacer que las personas trabajen más tiempo o con mayor atención. Es aún más desalentador ver a artistas someterse a esas performances, muchas veces necesarias para lograr un posterior beneficio financiero. Exigimos e interrogamos a los artistas constantemente, alimentando esa hambre insaciable de “contenidos”, ese ciclo imparablede noticias 24/7, propio de la economía de la atención; y de paso, transformamos la idea del artista en una categoría absoluta, en que uno es fácilmente intercambiable por otro, y que borra todas esas diferencias tan significativas a la hora de crear arte, tanto sociales (raza, clase, sexualidad, etnia, género, edad), como personales (intereses, procesos, referentes, medios).
No deja de ser impresionante que aún se desconozca la tremenda precariedad en que viven la gran mayoría de los artistas. Casi el 60% tiene ingresos menores a $501.000 pesos chilenos; un tercio es el único sostenedor económico de su hogar; un 85% ha perdido trabajo producto de la crisis del COVID-19; y un 81% no tiene acceso a licencia médica por no contar con contrato[i]. Y así aún muchos no comprenden que los artistas sobreviven la pandemia tal como lo hacemos todos: con angustia, con miedo, con cansancio. Con días buenos y malos. Sensaciones probablemente agravadas por el hecho de dedicarse a una profesión tan precarizada, y en la cual pedir ayuda tiene un alto grado de desaprobación. Como dice la sabiduría popular, eres responsable de haber elegido una carrera creativa -si te arriesgaste a pesar de los peligros, cuando algo sale mal al único que puedes culpar es a ti mismo. Es parte de un discurso neoliberal que apela a un eterno perfeccionamiento personal, en el que todo fracaso es el resultado de no haberlo intentado con suficiente esfuerzo, del sueño meritocrático en que “el que puede quiere”, “el que madruga será ayudado”, o que responde con un desdeñoso “¿y por qué no hacen un bingo?”. Es una filosofía tremendamente individualista, en la cual las fallas sistémicas son invisibilizadas, y la carga cae de lleno sobre los hombros de la responsabilidad individual.
Subsiste aún la noción romántica del artista como alguien excéntrico, iluminado, incluso místico, que sube a su torre de marfil y baja imbuido de ideas visionarias. Es una imagen íntimamente ligada a una concepción del artista “universal”, esto es, hombre, blanco, de clase media o alta, con el privilegio de pasear, pensar, opinar -de ser un flaneur que recorre libremente la urbe, sumido en sus cavilaciones sin más responsabilidades que eso mismo. En las últimas décadas los estudios culturales y las pensadoras feministas, queer, y antirracistas han comenzado a desmantelar esa percepción unidimensional de lo que es ser un artista. Se ha logrado pensar y dar espacio a artistas mujeres, negras, marginalizadas; a artistas de disidencias sexuales, artistas migrantes, artistas indígenas. Grupos de la sociedad que, incidentemente, pocas veces pueden dedicarse a ser “curiosos full-time”, ya sea porque se ocupan de la casa, cuidan a un ser querido postrado o enfermo, a los hijos, o por los impedimentos que crean el racismo, el machismo, el clasismo.
Sin duda el arte tiene mucho que decir en estos días. Hay quienes se dedican al “arte por el arte”, privilegiando la técnica y empujando los límites de la plástica, creando objetos bellos, que invitan a la contemplación, a detenernos, a descansar. Otros se dedican a un arte más conceptual o político; sin duda desarrollarán obras necesarias, soñando nuevos imaginarios, y enfrentándonos con nuestros fracasos. Pensemos en los brutales problemas estructurales, tan normalizados hasta hace unos meses, que este virus nos ha obligado a mirar: como la desigualdad y su impacto en la calidad de salud a que tenemos acceso, en la opción de poder trabajar desde el hogar, y en incluso las posibilidades que puede ofrecer un hogar como espacio seguro. O la fragilidad de la economía, y la radical diferencia entre la economía real y las tan reverenciadas bolsas mundiales. Incluso la dolorosa preferencia de ciertos sectores por una economía robusta y funcional, aunque ello signifique condenar a otros a la enfermedad y la muerte -el utilitarismo y el culto al progreso llevados hasta sus últimas consecuencias.
Para poder exponer estas fracturas, para crear objetos dignos de contemplación, los y las artistas necesitarán tiempo, luz, agua, estabilidad. Necesitarán embarcarse en procesos largos, reflexivos, experimentales; poder armar y desarmar, soñar y desesperar, para poder llegar a la fórmula perfecta. Exigir respuestas inmediatas (más allá de una opinión o intuición personal) a un sector tan tremendamente precarizado es de una injusticia y ceguera enormes. Las crisis no son, al menos mientras ocurren, oportunidades educativas. Son eventos que nos suceden, que nos hacen daño. Apuntan todo sobre nosotros, incluidas nuestras facultades de aprendizaje y reflexión.
Sin duda el arte puede colaborar en muchas áreas del quehacer humano. Pero su principal valor es su capacidad de humanizarnos. El arte no puede forzosamente cambiar comportamientos. No es una pastilla o una clase. La empatía no se produce con tan solo mirar un cuadro: implica un trabajo, trabajo para el cual el arte entrega lúcidos materiales. No puede ganar una elección o derrocar a un presidente; no puede detener la crisis climática, curar un virus o resucitar a los muertos. Pero sí es un antídoto en tiempos de caos, una hoja de ruta para mayor claridad, una fuerza de resistencia y reparación, creando nuevos registros, nuevos lenguajes, y nuevas imágenes con las cuales pensar. Es una herramienta lenta, que no actúa de inmediato, sino que requiere experimentación, análisis constante, deconstrucción de estereotipos y esquemas de pensamiento. “El arte tiene otros deberes”, dice LesyaKhomenko, “no debe explicar, ser un llamado a la acción, convertirse en una forma de periodismo alternativo o diplomacia cultural. Nuestros métodos son poco populares y difíciles, pero para deconstruir algo, el arte necesita espacio”.
Corren días duros. Los artistas, que necesitan ingresos, se promocionan como pueden; los museos y galerías transmiten día y noche sobre el poder transformador del arte, su capacidad para redimirnos y guiarnos en días oscuros. En todo el mundo, se cancelan grandes espectáculos, teatro, danza, eventos musicales y exposiciones de arte. Si bien las consecuencias son importantes para las grandes instituciones y la industria turística, las organizaciones más pequeñas y los artistas independientes serán los más afectados, ya que las ventas de entradas, las residencias internacionales y la financiación pública se irán agotando. Probablemente, muchos tendrán que mudarse a un trabajo más lucrativo. Debemos tener en cuenta la precariedad de nuestras instituciones culturales y artísticas, y trabajar para apoyarlas, pues incluso las instituciones de más renombre y éxito suelen operan con márgenes que sorprenderían a quienes no trabajan en el sector cultural.
Me gustaría volver a la necesidad de respuestas, de soluciones, de intimaciones. Hoy son muchas las personas que pueden iluminarnos, compartir sus reflexiones, y aconsejar. Pensemos en las reflexiones del personal médico de clínicas y hospitales, que día a día arriesgan sus vidas y las de sus seres queridos; las personas que recogen cada semana la basura de nuestros hogares, invisibles e invisibilizados; aquellos que cruzan la ciudad en transporte público para asegurar el sustento de quienes sí pueden trabajar en línea. Todos ellos tienen algo que decir, ideas que expresar. Este virus es una oportunidad para escuchar las voces de personas que solemos ignorar. Y al mismo tiempo, es importante reconocer y proteger el trabajo de nuestros artistas. Las mejores cosas suelen ser delicadas, y el hecho de que no sean evidentemente útiles no es un argumento en contra de su valor, sino que a favor de entregarles cuidado y protección. Convertir la paja de la ansiedad y el miedo en oro es posible, pero es una búsqueda larga que requerirá esfuerzo y apoyo.
El arte es un instrumento formidable para entregarnos perspectiva. Pero no se da de forma automática. Vivimos una época marcada por la obsesión con lo nuevo y novedoso. Pero lo cierto es que los problemas que nos ha hecho enfrentar este virus ya estaban ahí hace uno, dos, cinco años. Si buscamos respuestas, existe una multitud de obras que pueden iluminar las interrogantes que nos aquejan hoy. Voluspa Jarpa hace un año argumentaba en Venecia en contra de la mentalidad colonial que aún no logramos sacarnos de encima. Cecilia Avendaño con sus mujeres enfermas nos obligó a reflexionar sobre el dolor, lo femenino, la violencia y la belleza. O Carlos Arias, que ya nos alertaba sobre la limitación de lo binario en el discurso público, adelantándose a la polarización de los meses posteriores. Estos y muchos otros artistas han estado enderezando pedazos de una sociedad que se desarma; ellos y ellas son quienes necesitan hoy nuestra ayuda tanto personal como institucional.
Los artistas son exploradores, curanderos, activistas y visionarios. Hacer arte es esencial para hablar con verdad al poder, soñar con nuevas realidades y, en última instancia, cambiar el mundo. Se puede, incluso en cuarentena. Pienso en Frida Kahlo, quien hizo sus primeros autorretratos confinada en su cama recuperándose de aquel trágico accidente de bus en el que su cuerpo resultó gravemente herido. Pienso en las tradiciones indígenas de narrar historias, pienso en las artes mediales, tan contemporáneas no solo en su mensaje, sino que también en su medio; y en las miles de formas en que los humanos confiamos en las representaciones artísticas para dar sentido a los cambios y las crisis.
Durante mucho tiempo hemos exigido a los artistas que naveguen un complejo entramado de estructuras, relaciones y arreglos, tanto globales como locales, a menudo por poco o ningún pago. Algo que comienza en el taller como una práctica creativa, casi siempre en solitario, depende de un sector de artes visuales próspero, y de audiencias, relaciones y conexiones. Cuando estos se congelan, también lo hace la capacidad de mantener la práctica creativa. En vez de preguntar y exigir, interroguemos las formas en que podemos nosotros contribuir a transformar esa forma de trabajo, para que no volvamos a normalizar la imagen del artista que vive con una inseguridad crónica, al mismo tiempo subempleado y sobre-empleado, pensando siempre en el próximo proyecto para mantenerse a flote.
Que estos tiempos de distancia y sobreconexión nos muestren, con más fuerza que nunca, ese deber de cuidado que tenemos como sociedad con nuestros artistas.
María Victoria Guzmán
Investigadora especializada en memoria cultural, identidad y representación. Es abogada con estudios de posgrado en Filosofía y Estética, y un MA en Industrias Culturales y Creativas de King’sCollege de Londres, Reino Unido, en el cual fue reconocida con el premio a la mejor tesis de su generación. Actualmente, trabaja como coordinadora editorial de la XIV Bienal de Artes Mediales de Santiago, investigando conceptos curatoriales y artistas. También es fundadora del blog El Gocerío, dedicado a la crítica de arte en Santiago.