Cómo fueron los años finales del gran escritor argentinoBioy Casares, entre el miedo a la soledad y el despotismo

Cómo fueron los años finales del gran escritor argentino

Bioy Casares, entre el miedo a la soledad y el despotismo

31 octubre, 2020 Desactivado Por Germán Costanzo Castiglione

En “El último Bioy”, Javier Fernández Paupy novela los recuerdos de Lidia Benítez, enfermera, confidente y compañera de viajes del autor de “La invención de Morel” durante los últimos diez años de su vida. Infobae publica un adelanto del libro que revela la intimidad crepuscular de uno de los grandes nombres de la literatura en español

“Cuidáme mucho. Queréme. Quiero ser eterno”.

Acostumbraba decir ese tipo de cosas. Más de una vez le oí esta frase:

—Una gripe podría ser fatal y llevarme a la muerte.

Bioy temía a la soledad y a la muerte. Y quizás fueran esos miedos los que hacían que durmiera tomado de mi mano. Y tal vez por eso se aferraba tanto a mí, aunque yo no podía darle casi nada. Tuve una paciencia infinita con él. No me retiraba sin decirle a dónde iba. Si iba a la cocina o a buscar algo. Eso era un sello de nuestra relación. Cuando se dormía o las noches en las que despertaba de golpe, quería estar seguro de que yo estuviera ahí, con él.

Cuando Silvina falleció se cerraron las puertas de su cuarto, lo mismo habían hecho cuando había fallecido el padre de Bioy, como una clausura definitiva. Pero el olor rancio de la habitación, sumado a las cucarachas que paseaban por el suelo, hacían insoportable que yo pudiera descansar. Fue entonces cuando le pedí dormir en un sillón. Yo dormía ahí cuando estaba muy cansada, en el lado derecho de su cama. A medida que ganamos confianza y nos conocimos más empezó a decirme Chiquita o Chingola.

“¿Chingola, estás ahí?” Un día, recuerdo que me dijo:

—En la cama hay mucho lugar, ¿por qué no dormís al lado mío?

No lo pensé dos veces. Y sin miramiento de lo que dirían. Compartíamos la cama, por supuesto que él para un lado y yo para el otro. Yo dormía arriba de las frazadas. Así Bioy se sentía acompañado y contenido.

Y de cuando en cuando, se incorporaba para verme y estiraba su mano para asegurarse que estuviera a su lado. Una tarde vino el doctor Florín a visitarlo y nos vio dormidos; días después nos dijo que no nos quiso despertar.

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Un día empecé a llamarlo “Mi príncipe”. Con respeto, y por la amistad que sentíamos. En sus momentos de tristeza él se quedaba callado y a veces yo hablaba para motivarlo. Pero él prefería estar solo, con la puerta de su habitación y las ventanas cerradas.

No quería que nadie le hablara.

En sus tiempos difíciles, cuando su situación económica empezó a parecerle incierta, yo le prometí que iba a cuidarlo aunque no me pagara un peso. Yo sentía que estaba dedicada a su cuidado. Verlo bien era suficiente para mí.

"El último Bioy" (Leteo), de Lidia Benítez y Javier Fernández Paupy«El último Bioy» (Leteo), de Lidia Benítez y Javier Fernández Paupy

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Nunca le demostré a Bioy la angustia que me hacía pasar con sus malos tratos. A sus familiares no les manifestaba o no quería mostrar la impotencia de su situación de incapacidad. El dolor de su pierna me dejó un mensaje. Me identifiqué con esa aflicción y la tomé como un camino para ayudarlo. Yo con él vivía sus tristezas y angustias, así como su felicidad.

Entonces empezó la odisea de los abogados que no lo dejaron en paz. Problemas financieros, de sucesiones.

No respetaron su vejez. A la larga, sus dolores, las muertes de Silvina y de Marta, lo fueron transformando en una persona más sensible y comprensiva.

Empezó a ver la vida con otros ojos. Se arrepentía de muchas cosas. Recordaba haber echado de mala manera a una mujer que había trabajado en Posadas.

—Me dejé llevar —decía—. Cómo me gustaría encontrarla, saber dónde vive y pedirle disculpas.

Bioy, fotografiado por el gran fotógrafo argentino Daniel MordzinskiBioy, fotografiado por el gran fotógrafo argentino Daniel Mordzinski

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Bioy, a veces, se preguntaba si no había sido muy cruel con Silvina. Decía que por ella no se había privado de otras mujeres.

—Un día —me contó—cuando le dije que la quería mucho, ella exclamó: “Lo sé. Has tenido una infinidad de mujeres pero siempre has vuelto a mí. Creo que eso es una prueba de amor”.

Hablaba sobre Silvina y me contaba historias que habían compartido. Yo la amaba a Silvinita, repetía.

También hablaba con mucho cariño de Elena Garro.

Le escribió muchas cartas a ese gran amor. Ella después tuvo que venderlas y publicarlas para sobrellevar su pésima situación económica en la vejez. Fue una gran crítica. Lo que publicó en La Nación en el año 1997 a Bioy le hizo mucho daño. La gente que lo conocía le hacía comentarios sobre esas cartas. Esas opiniones y las preguntas alrededor de ese amorío, a Bioy lo avergonzaban mucho.

Bioy me contaba los problemas que había tenido con amantes que estaban casadas con amigos suyos. O sobre una chica de dieciséis años que había sido su amante cuando él tenía más de cincuenta. Muchas de esas relaciones las mantuvo por el resto de su vida. Cuando dejaban de ser amantes se volvían sus amigas y, muchas veces, Bioy seguía ayudándolas económicamente.

Bioy había vivido muchas aventuras amorosas, algunas veces hasta de riesgo, como cuando se salvó del capataz de su campo de Pardo, que había querido descubrirlo, escopeta en mano, con su hija y en cambio lo encontró con otra de sus amantes.

También decía que una ex amante se había robado de Posadas un cuadro de Xul Solar que Bioy decía que estaba cotizado en 35.000 dólares. Faltaban varios en la pared. Era una casa fantasma. Entraba mucha gente sin pedir permiso y a veces se llevaban lo que querían: cuadros, porcelanas, adornos y cristalería, y muchas cosas más. Incluso desapareció hasta la cama de bronce de Silvina.

Muchas de sus relaciones me parecía que estaban marcadas por el interés. Recuerdo a otra de sus antiguas amantes, devenida en “amiga”; ella era su preferida. Cuando venía, Bioy sacaba dólares de una caja fuerte chica que tenía en su habitación. Esa mujer aparecía todos los meses.

Yo sentía que determinadas personas lo habían “vivido”. Como cuando una de sus amigas le propuso comprarle el departamento de Cagnes-sur-Mer que él había adquirido con el dinero que le dieron unos cineastas italianos por los derechos de autor de una película, sumados a unos 20.000 dólares que Bioy puso de su bolsillo. Carmen Balcells hacía poco le había pagado una buena suma de dinero por los derechos de sus obras reunidas. Estaba furioso con la propuesta que le habían hecho. Era la época en la que tenía problemas económicos, después de las sucesiones de Silvina y de Marta.

Bioy era muy despilfarrador. Sentía debilidad por regalar cosas a sus ex-amantes. Tenía un gusto especial por comprar pañuelos de seda que regalaba tanto a sus ex como a sus amigas. También a las personas que quería. Le gustaba regalar joyas a sus amantes. Muchas y muy importantes. Hasta departamentos y dinero en efectivo llegó a dar. Tenía debilidad por eso… O bien las amantes eran muy astutas.

Bioy salía cinco días a la semana con diferentes mujeres. Los lunes, miércoles y viernes, por las tardes. Martes, jueves y sábados, por las mañanas.

Siempre se juntaba por la mañana en un departamento de la calle Bustamante. O en Santa Fe, frente al Botánico. En total solían ser seis mujeres por semana.

Un día, citó en su bulín a dos amantes a la vez. Mientras subía por las escaleras, las escuchó hablar entre ellas. Y fue ahí cuando recordó que, sin darse cuenta, había citado a las dos a la misma hora. Sin llegar hasta donde lo esperaban, bajó rápido y pensó en lo que podría hacer. No tenía coraje para enfrentar la situación. Fue a un bar y se tomó tres medidas de whisky para sobrellevarlo mejor. Pero, quizás por los nervios que tenía, el whisky no le hizo efecto. Decidió volver y enfrentar la situación, pero ellas ya se habían dado cuenta de lo que había ocurrido. Y charlaban lo más bien. Tomaron el té los tres juntos y así pasaron la tarde.

El matrimonio Bioy-Ocampo, junto a sus librosEl matrimonio Bioy-Ocampo, junto a sus libros

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En Reims, Bioy pedía que le hicieran masajes en la espalda. Yo aproveché para ir a la pileta. Nos quedábamos un rato tomando sol en las reposeras. Después volvíamos al hotel y yo lo bañaba. Una noche, conocidos del ambiente literario lo invitaron a una reunión de escritores. Después de esa charla fuimos a comer. Bioy me pidió que me sentara al lado suyo.

Pero yo no me senté con él sino en otro lugar, donde había gente que hablaba castellano. Fue ahí cuando nos trajeron de entrada unas fetas de salmón crudo y arroz con hongos. Yo me intoxiqué. Entonces él me echó la culpa. Dijo que por no haberme sentado al lado suyo, no pudo indicarme qué platos me convenía comer. Cuando le pedí que llamara a un médico, me dijo:

—Vos estás para cuidarme a mí, no yo a vos.

Yo había tomado, por mi cuenta, algunos antibióticos que encontré en nuestro equipaje, para poder continuar nuestro viaje.

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Recuerdo uno de nuestros últimos viajes. La invitación fue de la Universidad de Biarritz. Uno de los días de esa estadía lo invitaron a ver una película sobre Eva Perón, por la tarde. Ahí se estrenaba esa película que a Bioy le pareció muy aburrida. En seguida lo demostró con su mal humor. En medio de la filmación, me dijo:

—Vamos, estoy harto, no soporto más esta porquería.

A nosotros nos llevaban en el auto y había que esperar a que terminara la proyección. Afuera había una plaza con una feria. Yo quería comprar un sombrero y también un prendedor que era un girasol.

Adolfito me dijo:

—Vos siempre comprándote porquerías.

Bueno, teníamos que esperar que nos llevaran al hotel.

—Estoy harto de esta situación —dijo.

Los demás seguían viendo la película. Cuando de pronto se dieron cuenta de que el invitado de honor no se encontraba en la sala, salieron a buscarlo. Él estaba sentado en un banco de la plaza.

—Maestro, ¿no le agradó la película?

—Salí a tomar un poco de aire— dijo.