perdió todo por culpa del juegoLa vida secreta de ludópata de Cayetano, a través de Mauro Libertella
24 abril, 2024
En “Cayetano. No va más”, el autor recrea la vida del periodista deportivo, luego de entrevistas a él y a sus amistades, para ingresar al peligroso mundo de la adicción al juego
Mauro Libertella y es argentino aunque nació en Ciudad de México en 1983. Escritor, periodista y crítico literario, Libertella es autor de varios libros de autoficción en los que los personajes salen su vida. Así, escribió sobre la muerte de su padre, sobre su entorno adolescente en los 90, sobre viejos amores y amores clandestinos (Mi libro enterrado, El invierno con mi generación, Un reino demasiado breve y Un futuro anterior) y también es autor de los libros de no ficción El estilo de los otros y Un hombre entre paréntesis. Retrato de Mario Levrero.
Como periodista, escribe para medios argentinos e internacionales. Sus libros fueron publicados en varios países de Latinoamérica y Europa y en 2017 fue seleccionado por el Hay Festival como uno de los 39 mejores escritores de ficción latinoamericanos menores de 40 años.
Por su parte, Cayetano (Nicolás Cajg, Buenos Aires, 1978) es un periodista deportivo y presentador de televisión y radio, en donde formó parte de diferentes tipos de programas. Desde 2002 hasta 2020 condujo junto a Andy Kusnetzoff, el programa radial Perros de la calle, donde confesó que a causa de su adicción al juego, llegó a perder un departamento que le había regalado su abuela.
En este libro, que edita Orsai, Libertella escribe una biografía de Cayetano en primera persona, luego de haber entrevistado a él y a su entorno cercano a lo largo de todo 2023, en el que reconstruye su ludopatía.
Mi adicción al juego
Son las dos de la tarde. Estoy en el baño de un restaurante de Buenos Aires. Todo es reluciente: el piso brilla como si fuera nuevo, las luces son cálidas pero lo iluminan todo, el silencio se parece más al de un monasterio que al de un restó de moda en una ciudad que no descansa.
Afuera hay una mesa para dos personas, con platos de comida y una botella de vino. Me espera, sentada, sola, mi novia. Vine al baño hace apenas un minuto, pero ya estoy en acción. Sentado sobre la tabla cerrada del inodoro, tengo el celular en la mano y el corazón acelera sus pulsaciones.
Estoy apostando.
Hoy juega Chelsea contra Liverpool, partidazo por la final de la FA CUP. Pongo dos mil dólares al Liverpool, que hizo una muy buena temporada. Dos mil dólares que no tengo. Necesito que el equipo gane para duplicar ese monto y devolver lo que perdí ayer apostándoles a Los Ángeles Lakers, que me fallaron en la última pelota. Sé que voy a ganar. Necesito ganar.
Le escribo a mi tomador de apuestas:
—Poneme 2 K al Livepool. Tengo el dinero.
Me contesta inmediatamente, casi antes de que le llegue el mensaje. Llevamos toda la mañana hablando:
—OK.
Me lavo la cara con agua y el impacto del líquido frío sobre mi rostro me devuelve parcialmente a la realidad. Ya estoy listo para regresar a la mesa.
Me siento y es como si, para ella, el tiempo no hubiera pasado. Su novio fue al baño, ella miró el comportamiento de las mesas de alrededor, revisó brevemente su celular, comió un poco más. Nada especial, la vida normal, el lento e imperceptible paso del tiempo. En su plato se enfrían lentamente unos ravioles con crema que va pinchando de a uno, con mucha tranquilidad.
Yo, en cambio, jugué el dinero que ya no tengo a un equipo que está disputando un partido a doce mil kilómetros de este restaurante, en un estadio atiborrado con setenta mil fanáticos, en otra tierra, en otro mundo.
Volvemos a la conversación, pero mi mente ya está muy lejos y la atención es irrecuperable. Sé que queda una hora insoportable de silencio incómodo, interrumpido apenas por un asentimiento, por una frase corta.
Escondo el celular debajo de la mesa, como si ocultara un machete en un examen del colegio secundario. Mi vida, en estos días, es a su modo un examen. Pispeo el partido como puedo. Se juega en Wembley, en el mítico Wembley, y es la final del torneo más antiguo del mundo. A los once minutos el Chelsea mete el primer gol. Desastre. Sin embargo, me mantengo más o menos tranquilo; no sé cómo hago, pero me mantengo tranquilo.
Durante el entretiempo vuelvo a incorporarme a la conversación, le cuento cosas, pregunto. Parezco una persona normal. Pero empieza el segundo tiempo y el Chelsea clava el segundo: una siniestra notificación de mi teléfono me lo avisa y es como un puñal que penetra en mi cuerpo. Y ahí ya no puedo más. Voy al baño cada cinco minutos a revisar, a seguir como puedo el partido.
Gol del Liverpool en el minuto 64, el partido se pone 2 a 1. Yo le digo a mi novia que tengo que contestar unos mensajes de trabajo y ya pongo directamente el teléfono sobre la mesa, sin pudor, sin caretearla. Miro a mi alrededor a ver si hay algún televisor donde pueda pedir quepongan el partido, pero no, es un lugar cool y sofisticado, y no tiene televisores colgando. Tendríamos que haber ido a la parrilla de la vuelta de casa, pienso.
El partido se va terminando. Al rato pedimos la cuenta, reviso el resultado y compruebo que estoy, de nuevo, muy cerca del fondo. El Liverpool perdió.
Nací el veintidós de noviembre de 1978. Pasé mis primeros cinco años en el barrio de Palermo y luego nos mudamos con mi familia a Villa Crespo, que es el verdadero barrio en el que me crie, el de mis primeros recuerdos y mis primeros amigos. Mi familia es una típica familia judía de clase media argentina: padre, madre, tres hermanas mujeres, un hermano varón. Yo soy el más grande. Mis padres se separaron cuando tenía once años y nos mudamos con mi mamá a otro lugar, también en Villa Crespo.
Mi viejo siempre tuvo negocios de venta de cosas muy variadas, tipo «todo por dos pesos» o bazares. Mi madre es contadora. A lo largo de mi infancia tuvimos, como toda familia de clase media, picos para arriba y picos para abajo, momentos de mayor prosperidad y otros de cierta escasez.
Fue una infancia feliz.
Siempre me gustaron los deportes y especialmente el fútbol. Jugué toda la vida —ahora soy técnico—, siempre traté de estar vinculado con el fútbol de uno u otro modo.
Iba a Hacoaj, un club de la colectividad, en Tigre, y pasaba todos los sábados y los domingos ahí. En la semana iba al colegio y a la salida, a veces, a la casa de algún amigo. Era una vida normal, no había nada excepcional ni extraordinario; a veces las vidas de las personas se parecen de una manera profunda y misteriosa: las mismas pequeñas alegrías, las mismas grandes decepciones. Ese es el paisaje, ya lejano, en el que me fui haciendo grande.
Mi madre dice que era un nene muy bueno, que siempre me portaba bien. Pero es mi madre: no lo tomemos al pie de la letra. Dice también que no expresaba mis sentimientos o mis preocupaciones; tenía muchos amigos, pero decir lo que de verdad me pasaba siempre me costó. Cuando nació mi hermana Julieta, no hice escenas de celos, y eso pareció sorprender a mis padres. Más adelante, mi madre tuvo otra hija, Agostina, y mis palabras de recibimiento —dicen— fueron: «Me alegro por ustedes. Por mí no hacía falta».
Cursé la escuela secundaria en la ORT y, en tercer año, cuando la escuela, de orientación técnica, te pide que te decantes por una de sus ocho orientaciones, elegí la especialidad Medios de Comunicación. Buenos Aires, mediados y fines de los noventa: fue una edad de oro para la radio, los diarios y la televisión, y era lógico que muchos de nosotros nos inclináramos por ese futuro, todavía incierto pero muy seductor.
Cuando terminé el colegio se abrió para mí un tiempo libre amplio, en apariencia ilimitado, y empecé a verme con mis amigos todas las noches. Es un grupo que aún mantengo, y a los que llamo «los amigos de toda la vida». Nos juntábamos alrededor de las siete de la tarde en el Café San Bernardo, un bar enorme sobre la avenida Corrientes que un tiempo después se iba a volver un lugar de moda, pero que todavía era un boliche donde paraban taxistas, malhechores, fumadores, marginales. Toda una fauna. Después voy a hablar de ese bar.
El juego fue siempre una presencia natural en mi vida. Así como algunos se criaron entre libros o canciones de María Elena Walsh, en mi casa se jugaba. Era una manera de divertirse, de estar con amigos, de matar el tiempo.
Mis padres organizaban torneos domésticos de burako, o iban al casino a la noche cuando veraneábamos en Mar del Plata. Me crie en ese mundo, y algo se incorporó desde muy temprano a mi disco rígido, algo me tomó desde el principio. Un viernes a la noche cualquiera se juntaban a jugar a las cartas con otra pareja, mientras los niños pasábamos por ahí y a veces interrumpíamos o ayudábamos. Algunas veces apostaban, otras no. No discutían a Borges: jugaban juegos de azar, timbeaban. Son gustos.
Cuando mi viejo cumplió setenta años, le hicieron una torta decorada con cartas de póker y fichas de casino. A mi madre también le gustaba el casino e iba mucho al bingo. Eso no explica de manera directa lo que me pasaría después, ni tampoco lo justifica, pero son elementos que están en mi matriz biológica y que seguramente hayan empujado o activado algo que estaba dentro de mí. Mi padre siempre fue un jugador social, quizás un ludópata no asumido o, en todo caso, alguien que pudo frenar unos metros antes de la cornisa, esa por la que yo me caí. Él nunca se cuestionó su relación con el juego, ni siquiera luego de lo que me pasó a mí, y no lo juzgo, pero es parte de mi historia.
Las primeras vacaciones que tuvimos luego de la separación de mis padres fueron en 1991: mi viejo nos llevó a mí y a mis hermanas a la costa. Una noche fuimos al canódromo, un lugar de apuestas de carreras de perros. Era todo muy deprimente, los pobres perros corriendo como presos en un laberinto circular. A veces íbamos al hipódromo virtual de Mar del Plata.
Durante esos años fui aprendiendo a jugar a todos los juegos de mesa disponibles en aquel mundo analógico; aunque ahora ya no lo hago, me gustan mucho esos juegos, y creo que a algunos los juego bien. Mi viejo me enseñó el póker, el truco, la casita robada. Un amigo tenía una ruleta de juguete en la casa y apostábamos las cosas que teníamos en ese momento —a nuestros doce años—, que no era nada, pero también era todo, eran nuestras cosas: figuritas, una gorra, un muñeco, una remera muy querida.
En el colegio primario me aficioné a armar torneos de ping-pong en el recreo, juntando las mesas para que quedara una sola tabla larga, las cartucheras en el medio como red, un peso la participación, el que ganaba se llevaba todo. Fui el dueño de mi propio casino, que se llenaba de gente.
Era todo muy lúdico, y quien me viera de afuera podría decir que lo que allí ocurría era sano: ¡un chico jugando! ¿Hay algo más puro? Sin embargo, supongo que ya se estaba germinando algo.
Con los años me di cuenta de que el jugador no necesariamente quiere ganar; si gana, mucho mejor, pero lo que quiere es jugar. Eso lo aprendí mucho más tarde, pero ya en esos años fundantes algo esencial estaba ocurriendo dentro de mí.
Mucho después, hubo veces en las que iba al casino y, a los quince minutos, estaba ganando una buena cifra, pero no me iba, porque yo no jugaba para ganar: jugaba para jugar. Entonces me quedaba cinco horas.
Esa es una de las grandes trampas de la ludopatía: cuando estás caliente, es difícil pensar con nitidez, pero en frío sabes que no le podés ganar al casino. Los juegos de azar están inventados para que gane la banca, siempre. Es una de las reglas de oro del sistema, y sin embargo la olvidamos con asombrosa facilidad en el momento en el que más deberíamos recordarla.
De algunos juegos tengo un recuerdo muy preciso del momento en el que los aprendí a jugar. De otros no: es como si hubieran estado siempre, como un fantasma, como una sombra. Me acuerdo de que, a mis diez años, un amigo tenía una casa en el club al que íbamos, y algunos fines de semana me quedaba a dormir. Ahí conocí el blackjack. Repartíamos fósforos en lugar de fichas, y yo me gastaba el dinero que mis padres me habían dado para pasar ese fin de semana; el dinero que era para una gaseosa se convirtió, en un pase de magia, en dinero para apostar.
Con el tiempo, uno aprende a reconstruir una especie de prehistoria de su inclinación en el juego. ¿Qué era la tapadita, que jugábamos con figuritas en los primeros recreos, sino un juego de apuestas?
En los fichines, que todavía se encontraban de a varios en cada barrio de Buenos Aires, el que más me gustaba era la cascada, que es un juego en el que tirabas una ficha y esperabas que esa empujara a otras y cayeran, finalmente, varias más. Jugar por jugar: poner fichas para ganar fichas. Amaba ese juego espantoso.
(Fuente: Infobae)