Literatura de cuarentena: “120 escalones”, de Ricardo Romero
8 abril, 2020
El aislamiento, la reclusión y, en definitiva, la cuarentena mundial, han modificado el punto de vista con que miramos todos los días lo que nos rodea. En esta sección, distintos escritores narran y reflexionan su nueva cotidianeidad
(De la planta baja a la terraza del edificio en que vivo, hay 120 escalones. Subo y bajo tres veces todos los días. Busco el paso, la respiración, más que un estado físico, una estadía física. Como con estos textos.)
1
Y de pronto, en la perspectiva de estos días donde la irrealidad de nuestras cotidianeidades se resquebraja para mostrar la realidad de los detalles (las partes, las fracciones son ciertas, no el todo: el todo es apenas el relato que necesitamos, la ley de gravedad que impide que nuestro universo prescinda de nosotros), de pronto, entonces, descubrimos que tender una cama, encender una hornalla, regular la temperatura del agua en la ducha, nos son tareas inocuas. El tiempo se vuelve visible. Y el tiempo que se ve es destiempo: una media de algodón puesta al revés, con todas las hilachas expuestas.
2
Dan vueltas y vueltas por las habitaciones, entre el fastidio y la algarabía. Nadie lo saber mejor que lxs chicxs de cinco o seis años: la dirección que le atribuimos al tiempo es la flecha que apunta al corazón de nuestro miedo.
3
De todas maneras no hay que dramatizar, no es necesario. ¿Tenemos que elegir todos los días qué ropa ponernos? ¿Qué criterio utilizamos para hacerlo? Me pongo una remera roja porque hace juego con el sillón del living en el que voy a sentarme a leer. Me camuflo. ¿Hay algo superficial en eso que podemos descartar? ¿Es lo superficial lo que tenemos que descartar o el sentido que queremos adjudicarle cueste lo que cueste? Contemplo el placard abierto. Cuando miro adentro del placard, el placard mira adentro mío.
4
Tarde de domingo. Las superficies conspiran. La prueba es este ruido de helicópteros que es como si el silencio tuviera un tornillo flojo, esas sirenas que se acercan y no llegan nunca, que se alejan sin irse del todo. ¿Tengo que alinearme, tengo que tratar de pasar desapercibido, como diría Girondo, entre los muebles y las sombras? El pensamiento es el pulso que me delata. El tornillo flojo del silencio que me habita, las sirenas que rodean el accidente que soy sin abordarlo nunca. Este accidente. Este improbable acontecimiento. Eso es lo que tengo que recordar. Que soy improbable.
5
Ir a hacer las compras suele ser un momento perdido del día. Hoy, en cambio, parado en la vereda a un metro del que me precedía y a uno del que me seguía, bajo un sol fuerte, lo sentí como un momento ganado. El impulso se presentó sin que yo lo estuviera esperando. Algo activo, tonificante: las ganas de leer. Hubiese sido el mejor momento del día para hacerlo. No tenía el libro conmigo, pero eso me llevó a pensar en todos los que estábamos haciendo la cola. De pronto me imaginé filas de lectores, de gente concentrada estudiando matemáticas, aprendiendo a hacer un horno de barro o anotando en los bordes de un manual los puntos claves y transversales que le permitirán entender una lengua que desconoce. Un metro hacia adelante, un metro hacia atrás. Un sol fuerte. No podemos concentrarnos en nuestras casas y entonces salimos a comprar un limón, cien gramos de mortadela, un jabón de glicerina y, amparados por esa espera, esa futura e ínfima transacción, nos ensimismamos. Somos improbables.
6
Ensimismarse. En este aislamiento el «sí mismo» es más difícil de encontrar. No tenemos referencias que nos permitan ver con relativa claridad dónde empezamos y dónde terminamos. Qué somos y qué no. No quiero esconderme entre mis reliquias. En estos días la ansiedad espesa el aire y flotamos en él. Y la ansiedad es una apropiación innecesaria del mundo.
7
Libro de lomo rojo, libro de lomo azul, gato de bronce de veinte centímetros, otro gato de bronce que parece más bajo porque tiene la cabeza inclinada (y entonces no solo parece más bajo, sino más cercano al movimiento, como si acechara la posibilidad), lámpara, anteojos que no son los que tengo puestos. Libro, libro, gato, gato, lámpara, anteojos, Ricardo. Sustantivar es un ejercicio aeróbico. Es, también, un acto de fe.
8
La terraza. Subo dos o tres veces al día. A veces solo para leer o hacer un simulacro de ejercicios, a veces con Victoria, el perro y una pelotita verde. Subo para colgar la ropa y descolgarla. A veces me cruzo con algún vecino y charlamos sobre los temas inevitables. Ayer éramos varios y en medio de la conversación, de esas conversaciones en que nadie participa del todo, mientras cada uno miraba el perro ajeno o esas enigmáticas Adidas que cuelgan de la soga desde hace cuatro días, me di cuenta de que buscaba algo. Me había acercado al muro del borde de la terraza que debe tener poco más de metro y medio. El cuerpo del edificio es interno y está en el centro de la manzana, por lo que tengo que adivinar el trazado de las calles por los árboles. Solo puedo ver un tramo de Brasil a través de la explanada de un estacionamiento al aire libre. Y hacia ahí miraba, porque no hay que subestimar lo que las calles hacen a nuestro ánimo. Pasó un ciclista. ¿Esperaba eso, que pasara un ciclista? No, no era eso. En el tramo de calle que puedo ver, frente al portal de dos hojas de un edificio de BGH con aire ministerial que tiene todas las persianas bajas, hay un farol del alumbrado público. Estaba encendido. Al verlo me di cuenta qué era lo que había buscado al asomarme. Era la hora del atardecer y había querido ver el momento en que esa luz se encendía. ¿En qué estaba pensando cuando sucedió? No lo puedo recordar, solo me vienen frases sueltas dichas por los vecinos, por Victoria o por mí. Aunque la estaba mirando, la luz se encendió sin que me diera cuenta. Levanté la vista y contemplé la secuencia de casas y edificios que se abren en una larga perspectiva. Primero una, después dos, tres, diez, veinticinco. Luces en las ventanas. Tercer piso, quinto piso, décimo piso, segundo piso. Cocinas, dormitorios, livings, baños, escaleras. Algunas se encendían y volvían a apagarse. Había sombras que las atravesaban. El comportamiento de las luces tiene la consistencia de lo que no necesita ser explicado, de lo que parece no necesitar intervención humana: sucede y seguirá sucediendo cuando no estemos, luces encendiéndose, luces apagándose por toda la ciudad. Podemos vaciarnos en ellas (escribo «el comportamiento de las luces» y siento en los dedos una estática que me satisface). Hoy voy a volver a la terraza. Quiero estar atento a la luz de la calle Brasil, quiero ver cuando se encienda. Quiero, también, que las zapatillas Adidas sigan colgando de la soga.
9
Tengo una tarea: limpiar los zócalos en los lugares donde el perro se recuesta. Los lugares son tres, y el perro los transita según la hora del día y nuestra posición en los espacios del departamento. Hay algo coreográfico en su andar, un cortejo de respeto y cariño. Estar en casa no es un problema, es la conciencia de estar en casa lo que enmaraña. Paco me mira desde su rincón del mediodía. Yo me asumo coreográfico y lo miro desde el mío. Estas palabras son mi zócalo.
10
No es necesario que suba a la terraza para vaciarme en el comportamiento de las luces. Ocurre también dentro del departamento. Desde la banqueta del desayuno, con la taza de café en la mano, solo tengo que tener la paciencia necesaria para percibir los cambios de la luz de la mañana que entra por las ventanas de la cocina. No el movimiento. El movimiento es solo el lado visible, la trampa en la que inevitablemente caigo. Lo fascinante de la luz es que tiene vida pero no tiene corazón. No necesita que ninguna emoción la justifique.
11
A un metro de distancia, las caras de los demás se vuelven importantes. Nos miramos como si nos conociéramos de algún otro lado y no pudiéramos acordarnos de dónde.
11 (bis)
A un metro de distancia, las caras de los demás se vuelven suspicaces. Nos miramos como si nos preguntáramos, ¿quién está soñando esto, vos o yo?
12
Es difícil imaginar este sol de domingo sobre la ciudad vacía. Es difícil imaginar la ciudad vacía. Me inquieta y me fascina, no sé cómo relacionarme con ella. ¿Por dónde se entra en esta ciudad? ¿Estoy afuera de ella o soy parte de este hechizo? Soy parte, asumo, y en el momento en que lo hago llega a mis oídos un entrechocar de platos inconfundible. Recuerdo, imagino, pronostico: es la mañana de un lunes o un martes más entrado en el otoño. Mediados de abril, pongamos, 20° grados, sol, brisa del sur. Una hermosa mañana en la que he salido a hacer trámites en el microcentro. Ya he terminado y estoy de muy buen ánimo. Y el buen ánimo me abre el apetito. Entro en el café Paulín, en Sarmiento 635. Me siento en la segunda banqueta del lado izquierdo de la barra en U. No tengo que pensarlo. Pido un sándwich de tortilla con berro y una cerveza. Me alzo de hombros frente al espejo de la pared que cubre todo el otro lado, me absuelvo. Y mientras espero, vuelvo a admirarme por la velocidad y la destreza del hombre que, adentro de la herradura de la barra, acomoda y distribuye platos y bebidas. Es alto, de brazos largos y manos grandes, pero eso, más que entorpecer su trabajo, le permite llegar a todos los rincones sin moverse. Habla con uno, habla con otro, reclama por el micrófono. Los platos repican, se deslizan, llegan a donde tienen que llegar. Me concentro en su velocidad, percibo la exageración. Es rápido, sí, pero también finge. O más bien, él se desdobla para poder contemplar su velocidad tanto como lo hago yo, y entonces en esa contemplación su destreza adquiere estilo. Saboreo el sándwich de tortilla con berro, la cerveza. En algún momento, sin necesidad de mirarme en el espejo, vuelvo a alzarme de hombros, a absolverme. La gente entra y sale del Paulín. La ciudad nunca está vacía. El sol del domingo nunca es cierto del todo. En algún lado, el hombre de la barra del Paulín ejecuta sus malabares para sí mismo y en su destreza el tiempo y el espacio repican, se deslizan y llegan a donde tienen que llegar.
13
Día de lluvia sin lluvia, día que propone pero no dispone. También, día de resaca. Extraordinaria experiencia, disolverse en la atmósfera. De pronto la opacidad y la transparencia son una misma cosa, no hay contradicción. ¿Es eso el mentado nirvana? El problema es el sentimentalismo, su motor culposo y productivo, su ronroneo vanidoso. Porque el sentimentalismo es una inflación del yo, qué otra cosa. Así es como se cae. Podría ordenar cajones, acomodar la biblioteca, hablar con alguien con quien hace mucho que no hablo. No. Voy a dejar que el instinto, que nunca dice yo, me atraviese. ¿Qué experimento cuando miro un atardecer? Experimento que algo sucede independientemente de mí. Ahora es como si todo el tiempo estuviera mirando un atardecer. Este atardecer.
13 (coda)
«Voy a dejar que el instinto, que nunca dice yo, me atraviese». Por supuesto, no el épico instinto de supervivencia, sino más bien el lírico instinto de permanencia.
14
Son las nueve de la noche. Son las nueve y media. Desde la torre de piedra en la que espero que algo cambie, me vuelvo sentencioso. Mirar por la ventana siempre me vuelve sentencioso, más si lo que veo desde la ventana es otra ventana. Me sigue rondando un moscardón sentimental. Posesión, materialización obvia del deseo, sublimación constante del presente, nostalgia del pasado como proyección hacia el futuro, nostalgia del futuro. El sentimentalismo es una de las liturgias más efectivas del capitalismo, porque ese dios siempre responde.
15
Momento epifánico. El otoño se reveló no en el cambio de clima, en la lluvia esperada de antes de ayer, sino en la reflexión retrospectiva, en el fugaz balance que en estos días acompaña al acto de vestirme después de la ducha. Me di cuenta de que hacía más de una semana que solo usaba bermudas. El paso a los pantalones largos, aunque fuera un jeans rotoso, tuvo algo inaugural, como si fuera un chico de antaño que entra en la madurez. El ponerme medias sumó lo suyo. Por un instante, al atarme los cordones de las zapatillas, me sentí un hombre que sabía lo que hacía.
16
El problema es que cada casa, cada departamento, cada hogar, es una convención. Y este encierro blando pone en jaque esa convención. Las formas familiares se sublevan ante mi vigilancia. No quieren seguir siendo lo que son, no quieren seguir siendo para mí, responder a mi nivel de exigencia. Ni siquiera la convención del cuerpo se sostiene. Ayer, hace un rato, al atarme los cordones de las zapatillas, por un instante, me sentí un hombre que sabía lo que hacía, hasta que me di cuenta de que ya iba por la tercera zapatilla.
17
¿Y si el asunto fuera desarmar el encuadre? Usar un parche en uno de los ojos, como si espiara por una cerradura. Tapar un día el izquierdo y otro el derecho. Sabotear la síntesis. Dejar que una poética estrábica me haga tropezar con el marco de las puertas y la avidez por los pronósticos.